La sal, en principio, tiene numerosas virtudes. Esta combinación de sodio y cloro regula el equilibrio ácido-base del organismo, mantiene la presión osmótica, conserva la excitabilidad muscular y ayuda a la permeabilidad celular. Además, es utilizada para preservar los alimentos de las bacterias que provocan la putrefacción. Abre el apetito y es imprescindible para quienes siguen un régimen vegetariano estricto. Pero, a pesar de que es un elemento necesario en la alimentación, el organismo humano sólo necesita sal en pequeñas cantidades. Estudios aseguran que el organismo necesita una cantidad de sal veinte veces inferior a la que habitualmente se consume, que suele rondar los 5 gramos diarios.
La sal en sí no es perjudicial, pero en exceso actúa como estimulante de las glándulas suprarrenales y favorece la hipertensión, la arterioesclerosis y la retención de agua de los tejidos grasos. También daña a los riñones, trastorna el equilibrio hormonal y, aunque parezca raro, crea adicción (pero no muy fuerte). La alimentación con poca sal, o totalmente carente de ella, está médicamente indicada para prevenir o aliviar afecciones como las citadas, pero también puede ser importante en períodos concretos como el embarazo (ciertos especialistas en los últimos meses limitan la ingestión de sal de la gestante a dos gramos diarios porque, aseguran, con ello se facilita el parto).